Laberinto rectilíneo

Recorro a ciegas la esbelta continuidad de los rieles dispuestos bajo mis pies calzados, mientras me aferro a la ropa debidamente escogida antes de la salida del sol, para nada ignorante de mi destino, anticipo la llegada en el ruido metálico y el desequilibrio de mis brazos sin asidero. La rutinaria incomodidad de la maroma de mantenerse en pie, entre las estrecheces de un espacio asediado por la aplastante compañía de las muchedumbres, signa el movimiento gravitatorio de cuerpos estacionarios y obsesos de puntualidad. Descubro la reveladora certeza de cómo el túnel rectilíneo puede tornarse de pronto en laberinto. El extravío de no saber dónde me encuentro está determinado por la extrañeza ilegible de cartógrafo analfabeta. Mi tránsito de prisionero aborda la ignota oscuridad de un encierro rodante sin esquinas y sendas emparedadas tubulares. Este cotidiano infierno cilíndrico de emanaciones corporales viaja con paso envolvente hacia la oscuridad vencida por luces intermitentes. Sin rezago el milagro puede obrarse en nombre de una enfilada locomoción eléctrica. Quien se abre paso, entre una intimidad fraguada sin consentimiento y un contacto físico sujeto a los caprichos anónimos de las grandes aglomeraciones, busca hacerse de un lugar en el mundo de las peregrinaciones sin objeto.

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