Liliputienses

Trabajo en un edificio alto con pretensiones de rascacielos. Mi mirada  a diario se asoma con vértigo a los 19 pisos que me separan del suelo. Mis palabras sonarán a vanagloria ridícula. Pero la verdad sea dicha, cuando mis ojos escapan en caída libre, apenas perciben un horizonte informe de suelo y polvo. Semejante a una mosca, ajena a su cautiverio trasparente, tropiezo con empeño rutinario en la ventana, sin saber dónde termina el afuera o dónde principia el adentro. En ciertas ocasiones, mi atención se posa en las personas minúsculas que transitan sin rumbo conocido mientras sumen sus pasos en andanzas hormigueantes. He calculado cuánto miden a efectos de la distancia visual. El espejismo óptico, demarcado por la estatura del edificio, susurra proporciones que siquiera superan los 4 milímetros. La medida taxativa y fidedigna surge de proporciones de alfiler liliputiense. Triste resultado de una pantomima de pinza, hecha sin otros enseres que el vacío imaginario entre el dedo índice y el pulgar de mi mano diestra. Por momentos, el delirio me hace pensar que puedo aplastar, a mi antojo, cada una de las cabezas zigzageantes, en un juego de decapitaciones microscópicas sin propósito definido. Luego recapacito. Es una idea tan descabellada como dar albergue a la esperanza de tropezarme con alguna cara amistosa en mi camino de regreso a casa. Mi presencia intangible en el mundo acaso tendrá un sentido. O el enigma se afianza con la imposibilidad física de encontrar empatía en los otros. Es extraña la sustancia desolada de esta grandeza cabizbaja de hombre encumbrado en las alturas de un edificio. Es como ser grande sin tener pies propios, debe ser la sensación tácita al sedentarismo desvalido de los árboles, seres de ramas móviles y raíces enterradas a perpetuidad.
Read more