El crecimiento de las montañas

La carga simbólica o estampa arquetipal de la montaña suele estar asociada ineluctablemente con la locura y superación del desvarío. Sube la cuesta quien desea encarar sus delirios o internarse en ellos a solas, cuando desciende es otro, sino más sabio, al menos más próximo al olvido de sus sinrazones. Ese cambio drástico de perspectiva, esa tentación de adentrarse en ese punto de vista enderezado, enterrándose vivo en el cielo, es la misma que acompaña a cualquiera invadido por la sensación del vértigo, igual que sucede cuando te desdoblas y contemplas el abismo de tu propio yo. Marearse viendo el abajo es dejar el propio cuerpo abandonado de control y voluntad. 

Por ese miedo a nosotros mismos o desconocimiento sobre quién en realidad soy o qué piensas, somos montañas. Esas rocas apiladas en afán de crecer a perpetuidad hasta alejarse sin dejar de ser suelo ni su condición de sucia oquedad. Ellas crecen desde dentro en silencio destrozando su afuera, exhibiendo sin disimulo su ruina.

Su soledad da cobijo a reverberancias. El eco no es más que una menospreciada alucinación del yo. Nadie baja siendo el mismo de una montaña. Mientras permaneces arriba quedas enterrado ajeno a cualquier otro propósito que no sea conocer el arriba, qué puebla tu cabeza, la frontera de tu rostro de espaldas. Por eso la mente se ensancha y depura cuando llegas al santuario de esa última pared.
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