tecnofobia

El alumbramiento de la era tecnológica reprodujo la crédula y exagerada confianza en el futuro bondadoso de máquinas benefactoras. El progreso técnico visto como oportunidad providencial y agente facilitador de la vida cotidiana no es un mero tópico cultural. De esta huella que impregna el origen de la sociedad mecanizada, emerge la idea fundante de que el mundo técnico, nos depara un sinfín de bondades y que su llegada viene a hacernos la vida más fácil; tras esta promesa, mil veces postergada, se esconde el gran fiasco del Progreso. Sin embargo, la trama de la vida cotidiana desmiente que los aparatos y artefactos aligeren con gracia y diligencia nuestro tránsito mundano. Más bien es frecuente sucumbir a errores cuando se instrumentan esfuerzos para operarlas. La tecnología es absorbente y genera dependencia. Por esta razón, el futuro prometido, hechura de nuestro presente, ha tornado amenazante la presencia de las máquinas ya que no podemos vivir sin ellas. Toda una dependencia asfixiante que reduce nuestra voluntad propia a un gestual remedo de autómata. Nos  familiarizamos tanto con el artificioso talante de la tecnología, que su naturalidad aparente es la única señal de identidad en un mundo sin perspectivas genuinas. Hemos llegado al extremo de aceptar su presencia artificial con gusto y sin objecciones,  apenas para conformarnos con una realidad a todas luces aborrecible: la labor silente de los chismes mecánicos hace fútil cualquier actividad que prescinda de su intervención. El acto cotidiano de subir y bajar escalones de metal correctamente engranados, podría redundar en la extensión de automatismos que extingan la locomoción propia del desplazamiento físico. La atrofia a largo plazo de las extremidades humanas, superiores e inferiores, justamente aquellas partes del cuerpo que procuraron el ascenso de la civilización antropocéntrica.
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techumbre a ras de piso

A medida que envejezco el tiempo parece acelerarse. Al punto que los edificios aparentan crecer de la nada y se yerguen sobre los cielos sin esfuerzo alguno. Tal vez no advierto el verdadero origen de la velocidad del mundo. Quizás tampoco reparo en la naturaleza del confinamiento que me hace perseverar en el hábito de permanecer de pie. Quisiera tener algo más lógico que decir. En el fondo, el asiento de las sinrazones más pertinaces son las lagunas mentales que me cercan. El nombre que me conferiste es inapropiado. No me califica ni me desconoce. Huye mientras todavía queda ahínco en tus piernas.
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14/12/1975

La luz desgastada se cuela agónica sobre nuestros párpados entreabiertos y las sábanas vencidas por nuestra inquietud nocturna. En ese instante de pereza en fuga amanecemos juntos. La sintonía física, metafísica y fisiológica al fin nos hace partícipes de la dicha incolora de sabernos el uno para el otro.
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azar cúbico

Las monedas son dados de dos caras usados erróneamente para comprar cosas. Existe un país donde se retiraron las monedas circulantes, se distribuyeron dados como dinero de curso legal. Paso a explicarme sin mayores preámbulos, las monedas sirven para tomar decisiones azarosas y echar a la suerte dilemas inciertos, es decir, dirimir disputas mediante el arbitraje implacable de una moneda lanzada al aire (apuntando hacia al cielo). Tal vez es una manera de dejarlo todo a la justicia celestial. Pero, dime por qué los dados no pueden tener un valor en el intercambio comercial y el canje mercantil, por qué no pueden suplir a las monedas para comprar, de la misma forma que estos cilindros planos bifrontes (mutilados trasversalmente) usurpan las competencias y atribuciones cabalísticas de un par dados entrechocando. Su trajinar desbocado genera más esperanzas que cualquier vuelto de mandado. Propongo la gran revolución, de ahora en adelante pagar las necesidades materiales con estos sólidos de facetas multiformes. Reivindico el poder adquisitivo dormido en esos cubos de esquinas gastadas y menospreciados en su intrínseco valor monetario .

Le apuestas a Cara o cruz, o tal vez prefieres jugártela con el doble seis. A fin de cuenta todos venimos al mundo por obra del azar y nos abrimos paso a codazos en busca de una fortuna bastarda que nos salve de la ajenidad del mundo. Hijos insulares de la casualidad vamos a la deriva en el camino empedrado del tiempo extinto y un calendario agonizante.
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tiempo a cuestas

Llegó la hora de mentar lo indecible. El último e impreciso minuto transcurre silente. La puntualidad de los relojes detenidos siempre atrapa la mirada perdida de los sustratos de mi vanidad miope. Ese estupor contemplativo es solo comparable al inerte espectáculo del tránsito flotante de las partículas de polvo mientras atraviesan los rayos de luz. Cualquier mecanismo de relojería, sumido en la atrofia desvencijada de su paroxismo, puede funcionar, es decir, marcar la hora exacta dos veces al día. Sólo se requiere de dos casualidades eventuales para que el milagro obre y la condición ruinosa de aparato roto pase inadvertida a ojos del viandante. La convicción eterna de marcar la hora de cuando se detuvo por primera vez o se movió por vez postrera, depende desde qué ángulo se aprecie, crea la ilusión convincente de que el utensilio aún puede medir el tiempo en fracciones inteligibles.


Existen relojes de sol, de arena, clepsidras, binarios, de cuerda y pulsera, incluso de baterías y con agujas dispuestas a recorrer redondas esquinas, otros distinguidos con agudos rostros esquinados, pero todos, sin lugar a cuestionamientos de catálogo, responden al mismo propósito de rendir coordenadas antes, durante y después de la jornada diaria a almas presurosas y cuerpos doblados por la puntualidad vencida.
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Farsa evidente

Cuando asumes la farsa como estrategia de vida, no queda otra aspiración que reptar sin escándalo entre la muchedumbre. El subterfugio se aferra al deseo de ser verosímil con la fijeza estatuaria de un remordimiento indigesto. En la naturaleza del farsante, la mentira alcanza una relevancia equiparable al instinto de supervivencia. Esa obsesión fatídica y estadio de voluble sinceridad llevan a reflejarse en la esperanza vana de ser auténtico. La sombra proyectada en el rostro de sus pares luce convincente hasta acobijar a un número abultado de aduladores.  La pantomima es el refugio obvio para quien huye del compromiso de averiguar quién es. El gesto emana la elocuencia retórica de despedidas más próximas a un "hasta nunca" sostenido y agudo en el tiempo.
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