Cielo abierto

Debe existir una palabra para nombrar el vértigo que embarga a quien mira el cielo en toda su vasta amplitud. El arriba, suerte de acertijo de bizcos, tuerce cuellos a voluntad. Revela la inanidad de cualquier pensamiento humano. Toda cavilación, abovedada bajo la cerradura de la premeditación, resulta descubierta en su flaqueza, cuando nuestros ojos desorbitados se asoman al interminable talante de todo cuanto flota sobre nuestras cabezas. Contemplar la danza de las nubes a la deriva hipnotiza hasta la imaginación más gris. Con pasmo asistimos a nuestra vanidad hecha trizas y damos cobijo, sin saberlo, a la indisciplina del abismo aplastante que nos sirve de techo. Nuestros deseos, sin cabalgadura, se encumbran a la sombra de esos cirros de enfilada ingravidez. Quiero irme a la caza del olvido de mis pies y no volver a "pisar la tierra". Anhelo dormir arrullado por los hábitos vocingleros del viento seco y las lágrimas bien escurridas de mis párpados entumecidos. Salvaje espejismo, que para cegarme, se vale del esplendor peregrino de un rayo de sol y el hastío de pertenecer al mundo. 
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