CUERDO FLOJO





Hay días que me asalta la duda razonable sobre la realidad de mi existencia. Pero la certeza innata de no haber sido del todo bienvenido en el mundo es común a la gran mayoría de las personas, esa circunstancia me hace recapacitar. Obligados a vivir con pertinaz empeño damos por trivial el olvido de nuestro origen. Sin embargo, pese a esa concepción rutinaria de la condición humana, me atrevo a presentir una trascendencia oculta en las facetas ignoradas de mi porvenir. Convertir el cuándo en dónde, trastocar el tiempo en espacio, hasta huir del presente inexplicable. Detrás de ese miedo interior a encontrar la manera de evadirse de las huellas del pasado y los indicios del futuro, ubicado justo en la cara posterior de mis globos oculares, se refugia el consuelo de permanecer impasible ante la ruina de un mundo necesitado de mi indiferencia.

De pequeño fantaseaba con ser invisible. Con el pasar del tiempo una actitud silente junto a un andar quedo y monosilábico casi me convencieron del arte de mis propósitos. Mi equivocación se manifestó evidente con la llegada de la madurez y los cambios fisonómicos inherentes a ella. El disimulo no pudo esconderme de la vergüenza de ser observado. La inquietud de mis ojos delataban de antemano la crudeza de un mundo interior en todo su inestable hermetismo. Luego de serios desencuentros descubrí que, pasar inadvertido, requiere de cierto combustible interior difícil de cultivar. La introspección es como la luz violeta alrededor de una llama a punto de extinguirse. Sin duda, el sigilo es un hábito despojado de las secuelas visibles de los vicios más vulgares.

El trato humano en el plano social y cotidiano me resultaba un fardo difícil de sobrellevar. No era tanto timidez como una densa vocación a la introspección. El aislamiento cobró forma de aristas puntiagudas y envolventes levantadas en contra de cualquier contacto directo, cual si se tratara de un enorme alambre de púas que me garantizaba el confort de un voto silente de renuncia. El tránsito a la vida adulta trajo consigo demandas imposibles de postergar. Me vi empujado a abandonar el hábito de refugiarme en mi mundo interior, en parte alimentado por la vergüenza ingobernable que me causaba habitar el mundo. Estar ausente del presente puede ser interpretado como alguna forma de enajenación o alucinada separación de la realidad. Desde que tengo uso de razón me recuerdo replegado en la cubierta protectora del anonimato y la vida al margen. Estar loco es estar fuera de la realidad y el normal desenvolvimiento de los acontecimientos humanos, perderse en las miasmas de la inconsciencia, extraviar tu lugar en el mundo, es decir, mantenerse ajeno al dominio de la voluntad de tu cuerpo, voz y pensamientos. Pese a esas convenciones la tradición literaria ofrece otras visiones del delirio.

Erasmo de Rotterdam hallaba mayor sabiduría en la locura que en la aparente cordura de la gente corriente. El romanticismo alemán y el autor francés Guy de Maupassant, reconocido maestro del relato corto, entendieron que la mirada insólita del loco está revestida de cierto dote revelador e impulso inspirador cercano al misticismo. Esa idealización de la figura del docto alucinado obedece a que la sapiencia de los requiebros del maníaco revelan ángulos impensables de la vida ordinaria. Relacionar la locura y la genialidad es casi un tópico cultural. La mirada excéntrica del loco convierte sus horizontes en vanguardia y sus anticipaciones delirantes en verdades prematuras. Entre la violencia del siglo XX, se abrió paso el novelista Philip K. Dick que, luego de la senda allanada por Los Paraísos Artificiales de Baudelaire, condujo sin atajos a la relajación de las fronteras entre lo real y lo irreal, lo fáctico y lo imaginario. Aquello que convencionalmente llamamos realidad sólo parece ser un constructo o paraje de la mente. Entonces, toda norma y patrón de realidad puede ser abolido y resulta objetable cualquier postura que defienda la soberanía infranqueable de la realidad, en realidad existen tantos mundos como puntos de vista.

Cómo me abrí pasó entre la gente normal y mimetice mi comportamiento extravagante son palabras mayores. Simplemente me di por vencido y dejé de otorgarle importancia a las apariencias. En mi temprana juventud intenté adaptarme y interpreté como discapacidad o anomalía no poder comunicarme, ni relacionarme adecuadamente con los demás. Cuando descubrí cómo opera el mundo de los adultos, desatando los hilos de la hipocresía y las farsantes andaduras del trato entre las personas, también di con el hallazgo de la escasa importancia de no dominar el lenguaje no verbal y no poder mirar a la gente a los ojos.  No tener relaciones sociales estables y vínculos genuinos no me rezaga, simplemente no me distrae y aumenta mis capacidades de observación y concentración. Mis gustos limitados y el abierto disgusto alentado por la interacción directa con las personas me permitieron escabullirme al amparo del ocio fecundo de los libros. Poso la mirada hacia donde casi nadie se asoma, eso, según mi parecer, tiene por nombre supervivencia. Ese es mi equivalente a la salud mental que no consigo en doctores, curanderos y demás charlatanes de feria. La enfermedad mental es un estigma sólo para aquellos empeñados en no contagiarse de plagas invisibles o moderar la incandescencia atávica de los impulsos irracionales de la primera humanidad.
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