La insania del Mal


Cada cierto tiempo, impelidos por la obscena violencia de las circunstancias, nos vemos empujados a cuestionar todo cuanto la historia nos ha enseñado sobre el origen del Mal. Quizás esclarecer las motivaciones personales detrás de la maldad sea el aspecto que mayores respuestas aporta al debate sobre el entendimiento de actos inhumanos que a modo de transgresión mancillan las pautas morales que sirven de guía a la vida en sociedad.

Si se entiende el asesinato como manifestación más concreta del mal absoluto, por la falta de escrúpulos y la sangre fría necesaria para privar la vida ajena, aproximarse a la lógica que opera en la mente del asesino aporta ideas inquietantes sobre la naturaleza humana. Matar no es un acto inocente, sin embargo el alegato común entre la justificación de su violencia se encuentra la tendencia a identificar el acto criminal con el influjo seductor de instintos que desbordan momentáneamente la razón. De hecho, la posesión de fuerzas de orden casi sobrenatural forma parte de la tendencia histórica a interpretar el Mal como agente externo a la voluntad y conciencia del individuo.

El filósofo francés, Albert Camus, usaba la enfermedad como una alegoría que permitía retratar o encontrar explicación a las sinrazones del mal. Entender el origen el mal y sus manifestaciones en el corazón humano desde la perspectiva de la enfermedad, sin duda, incorpora en su diagnóstico moral, conceptos asociables al imaginario de esa extraña ciudadanía que impone acceder a los territorios de los apestados y las zonas de la morbidez de la carne. La vida reducida a mero síntoma, el contagio como interacción social y la paranoia que trae consigo la vecindad de la muerte. Todas esas sensaciones acompañan en la sombra la extrapolación del lenguaje de la enfermedad a la explicación de la lógica oculta detrás de los motivos inhumanos que empujan a hacer el mal.

Que el mal obedezca a la falta de escrúpulos y a la subordinación voluntaria del imperio de los instintos nos instruye sobre cómo opera el deseo de hacer daño a otros. El poder sobre los demás mediante la violencia cobra forma de deseo irrefrenable cuando las alternativas de la bondad ponen en riesgo la propia supervivencia, tal como sucede con los pacientes entregados a la calle ciega de la prognosis paulatina de una enfermedad mortal o el cuerpo doblegado frente a la manifestación de la decadencia del organismo producto de un padecimiento crónico. Nada sensato hay en el deseo de asesinar a otro. Es un acto puramente irracional. Los motivos del asesino no encuentran justificación moral sostenible. La senda irreversible de los daños ocasionados guardan semejanza absoluta con los cambios a la fisonomía y la sensación de pérdida del enfermo, quien ve trastocado para siempre su vida y semblante. El mal aliena al individuo de sí mismo. Desgarra su lugar y presencia en el mundo. Una decisión de apartarse de la norma, la sociedad y el mundo civilizado. Quien hace mal asesina parte de sí mismo y secciona su humanidad.
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Schopenhauer

Ciertos días se descubren reveladores y nos damos cuenta de certezas personales incómodas. Entre esas verdades gruesas de tragar considero que el asunto de la madurez ocupa un sitial prioritario. La madurez puede llegar demasiado tarde para algunos, ese es mi caso. Cuando ya tomaste decisiones determinantes y es imposible desandar el camino recorrido. De pronto descubres el abismo distante que media entre cada paso de tu zancada hacia un futuro no escrito. Esa talmúdica encrucijada es tan breve que nos patenta en cara el sentido de no pertenencia de nuestro propio pasado. Tal vez no existe reconsideración posible y preguntarse quién fuiste equivale a cuestionar los actos de una tercera persona. Hay un filósofo alemán entregado a la traducción occidental del budismo que se afanó en demostrar que el instante presente es la única categoría real y concebible para medir el paso del tiempo. Si convenimos que el presente absoluto es el único asidero auténtico con lo real, cualquier idea de futuro y pasado resulta ilusoria a razón de cualquier intercambio humano. La felicidad es una quimera. No se llega al mundo para ser feliz, la máxima aspiración es evitar el dolor. Los caminos del dolor son la necesidad y el aburrimiento. En ese caso la amargura es una opción sabia cuando se averigua el talante desesperanzador del mundo.
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