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Sumido en la inerte
espera del tren subterráneo nunca reparo en la anónima compañía
de esa multitud de desconocidos que suelen inundar los espacios
públicos. Pero ese día mi natural ensimismamiento y entrega a
operaciones mentales interminables fueron interrumpidas por cierto
anciano que considero oportuno regresar a mis manos algo que,
desprevenido, yo había dejado caer de entre mis pertenencias. Al
aproximarse el sujeto lleva consigo lo que notoriamente luce como un
papel doblado a la mitad. Mi instinto me impulsa a abrirlo de
inmediato. Ávido de encontrar alguna respuesta al sentido del
incidente me dispuse a leer el contenido del papel. Ante la sorpresa
de ser el feliz poseedor de una hoja en blanco sin nada legible no
pude más que otorgarle alguna carga simbólica a su mensaje vacío y
despoblado de palabras. Tal vez el destino se había valido de este
camino ondulante para advertirme de forma desconcertante cuan fútil
era cualquier escape tramado contra mi vocación literaria. Era un
recordatorio de todo cuanto me resta por escribir o el desperdicio de
la elocuencia personal en labores mundanas y otros conformismos
rentables. Me resultará esquiva la suerte de escritor enmudecido por
la voracidad de un mundo trivial y fatuo. Se trata de un mensaje
embotellado sin otra pista contundente que la decepción analfabeta,
como sucede cuando el grito es expulsado de tu pecho a sabiendas que
su reverberancia particular no hará posible distinguirlo del eco
desencadenado gracias a la desolación del vacío que nos rodea.
Menospreciar la ficción porque la mentira es enemiga de la realidad
nos condena al silencio impostor de la censura, mientras reduce el
piso bajo nuestro pies y el aire que respiramos a la condición de
inescrutable hoja de papel en blanco.