pathos

Cualquier padecimiento, sin distingo, cualquiera sea su gravedad, naturaleza  o manifestación sintomática, genera alrededor cuotas equivalentes de aversión y cautela. Ya sean males de secuelas visibles, o  bien, dolencias imaginarias de achaques de fragua aprendida, todas las enfermedades resultan contagiosas a ojos de los sanos. Cualquier deterioro de cuerpo o mente trae consigo el distanciamiento y guardia en alto del resto de los mortales. Esa lejanía marcada de tus congéneres confiere el inexorable carácter de pestilencia hasta a la más mínima alteración de la salud. Puede expresarse ella en insana condescendencia, indiferencia absoluta o reservas permanentes hacia los requiebros agónicos de tu organismo.
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Placidez insular

El gobierno de los instintos sobre la razón adelgaza nuestros pensamientos.  Sin embargo, bien quisiera sepultarme en vida en las zonas no civilizadas de mi mente. Engullir a trozos las riendas de mi sensatez hasta sumergirme en el atavismo de los apetitos sin hartazgo posible. Esa insularidad a la deriva surca los confines del prejuicio y la laguna mental. La añoranza de la Plácida Isla de la Ignorancia se abre paso entre una mezcla de sentimientos encontrados  (por obra del azar). Dime cuándo atracaré finalmente en el puerto  del olvido del pasado tormentoso.
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cuesta abajo

Envejecer es un ritual aparatoso, urgente y sin término aparente. Atroz maniobra de superviviente de cara al olvido de sí. Abrazar el componente alucinatorio de la realidad en cada atisbo de pensamiento. La voluntad propia atardece y, esquiva, parece empujarnos a tropiezos accidentados hacia el anonimato. Son el respeto reverencial y el trato distante de los jóvenes, estigmas, que nos recuerdan la invisible huella de nuestro tránsito veloz entre las sombras confusas y caretas fantasmales del mundo conocido.
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