tiempo a cuestas

Llegó la hora de mentar lo indecible. El último e impreciso minuto transcurre silente. La puntualidad de los relojes detenidos siempre atrapa la mirada perdida de los sustratos de mi vanidad miope. Ese estupor contemplativo es solo comparable al inerte espectáculo del tránsito flotante de las partículas de polvo mientras atraviesan los rayos de luz. Cualquier mecanismo de relojería, sumido en la atrofia desvencijada de su paroxismo, puede funcionar, es decir, marcar la hora exacta dos veces al día. Sólo se requiere de dos casualidades eventuales para que el milagro obre y la condición ruinosa de aparato roto pase inadvertida a ojos del viandante. La convicción eterna de marcar la hora de cuando se detuvo por primera vez o se movió por vez postrera, depende desde qué ángulo se aprecie, crea la ilusión convincente de que el utensilio aún puede medir el tiempo en fracciones inteligibles.


Existen relojes de sol, de arena, clepsidras, binarios, de cuerda y pulsera, incluso de baterías y con agujas dispuestas a recorrer redondas esquinas, otros distinguidos con agudos rostros esquinados, pero todos, sin lugar a cuestionamientos de catálogo, responden al mismo propósito de rendir coordenadas antes, durante y después de la jornada diaria a almas presurosas y cuerpos doblados por la puntualidad vencida.

1 comentarios:

El Buruso dijo...

Si lo hubiese sabido, me habría hecho relojero. Albert Einstein, zweistein, funfstein, sepstein, neunstein...

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