Nornas cibernéticas

Sangrando lava, las cordilleras de Verdandi comenzaron su misión exterminadora sobre la faz del desolado valle. Los pocos colonos sobrevivientes luchaban por rescatar sus pertenencias y llegar al transbordador. El cielo enrojecido anunciaba la llegada del final. Miles de años después de haber abandonado la tierra, los seres humanos se habían acostumbrado a errar de manera inexorable. Sus poderosos esclavos de acero, veían impertérritos repetirse los desmanes planeta tras planeta. Habían conquistado y destruido cientos, ¡miles!. La monstruosa nave-ciudad iniciaba la cuenta regresiva. Las almas menos afortunadas se apiñaban sobre la rampa de acceso gritando y atropellándose. Una compuerta implacable comenzó a cerrarse imitando a una vieja compactadora de basura. No todos entraron. Afuera quedaron cientos que, en la imposibilidad de huida, se entregaban a rezos desconocidos. También quedó Él, con la mirada sobre el punto de fuga, perdida toda esperanza. Él, único de su especie, un androide cualquiera olvidado para siempre en un planeta agonizante. Llegó la última hora, los gases tóxicos emanados del interior del planeta comenzaron su proceso de extinción. Terribles úlceras de piedra dejaban fluir sus venenosos humores por la superficie. Unas manos le suplicaron ayuda, pero no las pudo sentir. Bajo el cielo rojizo fueron cayendo cientos de cuerpos sin vida. A los pocos días los quejidos cesaron, sin embargo la mirada del robot continuó fija en el cielo en la incapacidad de cumplir su labor al lado de su “amo”. Pasaron las semanas, los meses y los siglos. Y allí, cubierto de polvo, esta única prueba humana mantuvo fija su mirada sobre un único punto. Mil años pasaron y de manera casi imperceptible el ojo electrónico se desvió una fracción infinitesimal de grado para encontrar la imprecisa luz de Urd, una azulada estrella gigante. Permaneció fijo en ella otros mil años y al cabo de ese ciclo, llegada la noche del último año, del último día, el androide decidió observar toda la galaxia. Un cielo profundo y estrellado exhibía un esplendor imposible. El rostro metálico no mostró signos legibles a la percepción humana, sin embargo, de manera sorpresiva bajó la vista y con el polvo de una historia enmudecida comenzó a vagar sobre la faz de aquel planeta muerto, sobre aquel vacío vital. ¿Qué habrá pensado? ¿Se habrá resignado a su destino? ¿Sentiría curiosidad? Nadie se planteó estas preguntas pues nadie estuvo allí. A nadie le importó y nadie lo supo nunca. ¡Qué planeta tan vasto! ¡Qué magnífica soledad!


Alberto Magno

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